Por Mariano Coronas Cabrero (Dir. de la revista El Gurrión):
Solo en la provincia de Huesca, hay centenares de
despoblados en ruinas. Hay algo, generalmente común a todos ellos, y es el
espeso silencio que uno percibe al recorrer el espacio que ocupan los restos
caídos de lo que un día fue una estructura para la vida autosuficiente. Y de aquella
autosuficiencia bien pensada y trabajada se pasó, por avatares del progreso, al
abandono masivo y, finalmente a la ruina. Hay, como digo, un silencio vital
(por la ausencia de vida, claro) que, amplifica otros ruidos y sonidos que la
naturaleza genera de forma habitual o esporádica: los silbidos del viento
golpeando enloquecido las ruinas; tal vez el chorro de agua de una fuente o el
que discurre por un pequeño barranco; los gritos estridentes de algunas aves de
paso que sobrevuelan, sin detenerse, el amasijo de piedras, maderos y maleza;
el eco de las gotas de agua de lluvia que golpean las cuatro losas o las tejas
descompuestas que ya no cubren las estancias de las casas; el bramido de las
tormentas y los truenos… Imagina las noches, sin una luz que perfile las formas
(fantasmagóricas seguramente) de fachadas en precario equilibrio, calles
desiertas, ventanales abiertos, puertas dislocadas, caminos de acceso o de
salida…
Impresiona ver casas caídas, paredes enhiestas que han
quedado como testigos de mejores tiempos, puertas rotas, tejados hundidos,
maleza creciendo y tapando la ruina. Uno imagina que en esos espacios,
habitados en otro tiempo, nacían niños y niñas, iban a la escuela, jugaban por
las calles y por la plaza; las gentes se afanaban diariamente en diferentes
tareas agrícolas y ganaderas y se juntaban para realizar “vecinales” o para
compartir tareas como “escoscar” almendras o nueces, desgranar panizo o judías…
Celebraban fiestas y romerías y caminaban, cada pocos días, hasta el pueblo más
próximo donde hubiera una tienda o algún organismo donde tramitar alguna
solicitud, realizar algún trámite legal, consultar al médico… De vez en cuando
visitaban a los parientes de pueblos próximos o asistían a las fiestas, ferias
o acontecimientos familiares…y, a su vez recibían esas mismas visitas en sus
lugares de origen y vida. Cada cierto tiempo, asistían a la llegada del
barbero, del herrero, del pielero y de diversos vendedores ambulantes y cada
año los visitaba el colchonero, el cestero, el cañicero, el sillero y otros
personajes hábiles que dominaban oficios necesarios para convertir materias
primas en productos que hicieran la vida algo más amable…
Y un mal día se marchó una familia, otro día se fueron
dos y ese goteo fue minando la moral de quienes se quedaron. Algunos
resistieron un largo tiempo, pero los hijos empezaron a llevarse, cada mañana
cuando se desplazaban hasta el colegio o el instituto más próximos, las últimas
fuerzas y optaron por seguir la corriente del río de la vida que, había
cambiado de cauce y los arrastraba fuera del lugar donde nacieron… Y la
tragedia se consumó el día que salió el último habitante, porque empezó la
cuenta atrás. Mientras quedara viva una persona que hubiera nacido o vivido en
aquel pueblo, conservaría su nombre, pero ¡ay del día en que desapareciera el
último descendiente! ¿Quién volvería a pronunciarlo? ¿quién podría decir con
orgullo que había nacido allí y vivido al menos, su infancia -patria
inconquistable de cada uno, de cada una-?
Han desaparecido hasta los gorriones en estos
emplazamientos abandonados. Si recorres sus calles, la plaza y miras las
fachadas de las casas, las portaladas, la madera de las puertas y ventanas, la
torre con el campanario, la iglesia, te asomas en el interior de alguna ruina o
de alguna casa medio caída que perdió la puerta que la cerraba, encuentras
restos arquitectónicos o viejos útiles que han quedado atrapados en el tiempo
de la ausencia y del abandono. Hay una belleza inexplicable en algunos
rincones, en algunos objetos, en los paisajes que rodean el emplazamiento…
Todos ellos, restos de un naufragio, signos de una civilización, de un tiempo
derrotado… Y junto a esa belleza hiriente está la pena del silencio y la
soledad en la que quedaron sumidos, tal vez para siempre, unos espacios
construidos para la vida que ya solo contienen el negro luto de la ausencia
definitiva.
Coda
Y, en medio del naufragio, algunos “robinsones”
(masculinos y/o femeninos) se han ocupado y se ocupan de sostener viva la
llama, restaurando su casa, limpiando caminos, levantando alguna obra
colectiva, organizando encuentros,… con la esperanza puesta en que el devenir
de los tiempos dé una nueva oportunidad –en otro contexto económico y de
supervivencia- y cese el desplome y la caída de piedra, tejas, maderas y
memoria…